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Creatividad: mito y realidad

Gracias a Dios cada día queda más lejos aquella época donde la originalidad era considerada el valor supremo. Los anunciantes esperaban de los publicitarios que fuesen ‘muy creativos’ –entendiendo por ello muy originales- y los propios publicitarios competían entre sí únicamente desde este criterio. Era el tiempo (¿lo es todavía?) en el que los festivales de publicidad premiaban campañas que en absoluto habían contribuido a alcanzar los objetivos de marketing de las empresas que las habían pagado.

Las crisis nos obligan a tener un mayor contacto con la realidad. La originalidad, por sí misma, no sirve para nada. Un departamento creativo debe aportar ideas que conduzcan a alcanzar los objetivos de marketing de los clientes. Todo lo demás es una tomadura de pelo.

La tarea del creativo es la más difícil que existe. Por mucha formación y experiencia que posea, cada trabajo constituye un reto imposible.

Es cierto que contamos con mucha información –con más cada día-, con afinados estudios de mercado; que todo buen creativo sabe, por lo menos, qué cosas no funcionan y algunas de las que funcionan casi siempre…, pero todo eso no es suficiente. Nada es suficiente. Ni el mayor de los talentos (el talento es algo que siempre se demostró ayer) garantiza la respuesta adecuada mañana, ni el trabajo más duro, el esfuerzo y la dedicación más entusiasta nos garantizan nada. Llega un momento en el que el creativo, ahora sí artista, después de todo el trabajo previo de documentación y estudio, se las ve a solas con su reto. Es el momento de la soledad más absoluta y más amarga: de su eventual acierto puede depender el futuro de una empresa; de sobra recuerda el creativo cómo campañas mal resueltas condujeron a la ruina a gigantes a lo largo de la historia…

Ser un buen creativo no tiene, pues, nada que ver con ninguna originalidad, y sí con la mayor responsabilidad.

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